domingo, junio 12, 2016

Despedida de Graciela Aguirre

Un amigo me pregunta “¿era una abuelaza tu suegra?”, esas de tejer o amasar pasta. Para mí era lo contrario en el mejor sentido: esperaba que todo, que toda relación, fuera natural. Que su nieto creciera para conocerlo y saber sobre qué podían construir su conversación. Por supuesto, ella y mi hijo se amaron, se aman. Tenía un rasgo de "clase" que la hacía un tanto distante físicamente (yo vengo de una familia sin límites corporales, de morderse, abrazarse, herirse, curarse, etc.), pero ella combinaba esa distancia con otro ingrediente de aristocracia: la solidez. Era distante, entonces, en ese mano a mano (nada de tantos besos ni abrazos) pero a la vez era cálida e incondicional. Por eso fue la mejor amiga de sus hijos. Y por eso el vacío que deja es eterno. Conviviremos con su hueco. Todos los días sabremos detectar ese lugar donde ella no está más. Se diría que una ausencia tan notable, tan capilar, tan cotidiana, es una forma de presencia. Y sí. Va a tener un lugar privilegiado en todas nuestras conversaciones hasta el último día porque ella era una gran guionista y porque un poco, una parte de nosotros, no sabrá con quién hablar ahora ciertas cosas. Graciela fue de esa generación a la que el Estado de algún modo quiso matar (y ellos quisieron matar al Estado), y que ahora se enfrenta a la Naturaleza, a las facturas de una vida vivida a pleno, con bohemia, amor y saltos al vacío. Graciela era una chica libre de Barrio Norte. Encendió a los 15 años un cigarrillo que no apagó más, en los 60, vestida como en Mad Men, bailando rock and roll, pero gozando todas las renovaciones: la modernidad del folcklore y el tango también, la política, obvio. Ahí, en esos cigarros finos, que fumaba sin dejar olor estaba subrayada su feminidad, su libertad, su goce. Fue al Di Tella, tuvo novios peronistas, médicos, guerrilleros, cantantes de ópera. Conoció la alta cultura en decadencia de la mano de Juan José Castro o en las memorias de su abuelo Julián Aguirre. Y en su amor por Mignogna vivió una gran síntesis de sus intereses: la cultura, la política, la literatura. Ella vivía a través de otros. Era y quería ser una espectadora privilegiada, primera fila. Se prendía su cigarro. Te ofrecía su vino, sus botellas (que no tomaba), su sofá, el calor de su hogar, para hacer lo que hizo toda su vida: conversar. Oír. Era una mujer de lengua filosa pero de oído absoluto sobre el otro. Era decoradora y con eso conoció el closet de toda nuestra burguesía pequeña pequeña: desde viejas familias del Kavanagh hasta los nuevos ricos. Guarda, se lleva, secretos de todos. Sabía escuchar porque sabía callar. Yo le decía mi "madre ortopédica" y ella amaba esa metáfora torpe. Vivió el exilio abrazada a un hombre que amó y con el que se tuvo que ir en el mítico 76, pero ella se fue a "vivir a Europa", prefirió posar de snob que de víctima, y en eso había una dignidad educativa. Leí sus despedidas en la página de obituarios del diario La Nación y pensé que ella las hubiera sentenciado con una sola frase a todas sus amigas que con amor sincero le dedicaron despedidas tan sentidas: qué cachudas. Daba un amor amable, no exento de todo lo que tiene el amor (un poder sobre los otros, los movimientos de la ironía), pero sabiendo que su incondicionalidad la rindió a los pies de lo que construyó: su familia, sus hijos (Juan, Giuliana, Guido), su compañero Eduardo, sus nietos, sus amigos, Sebastián, sus grandes amistades construidas con tiempo y paciencia, Rogelio, Betty, Marina, María Luisa, María, Pachá, Rodolfo, Daniel. Cada uno de nosotros. Festejaba sus cumpleaños con una fiesta de disfraces donde iban esas amigas que todavía se llamaban por nombre completo (subrayando las etnias remotas de dobles apellidos), en cada marzo una noche de copas, música y baile como de carnaval porque las invitaba a ser otras, a emborracharse, a derramarse en su propio drama. Para Graciela todas las personas tenían clase, oportunidad y decadencia. Su aristocracia me recordó siempre a la aristocracia obrera de Juanita Bignozzi. En Pilar la despidieron los curas tercermundistas de Villa Itatí. Esas mezclas la resumen también. El libro azul fue su consumo irónico. La palabra "suegra" es una palabra que volvieron estúpida los opas del chiste costumbrista. Para mí se fue una amiga sabia, la mejor amiga de la mujer que amo (Giuli), y una madre última, elegante, gratuita. Sabíamos, como sabemos con todos nuestros mayores, que nos tocaba enterrarla, pero la muerte es increíble. Chau, amiga.